España, país de la titulitis, dónde más se exigen los títulos y hay más graduados, doctorados y máster que sitios dónde ejercer tan altos conocimientos, sigue su tónica. El saber no ocupa lugar, eso es evidente y aprender -que no siempre es lo mismo que estudiar- algo que nadie debería abandonar en toda su vida.
El problema no está en la cantidad de universidades y academias dispuestas a otorgar un título tras unos años de estudios extra y el desembolso de unos cuantos cientos de miles de euros. Que también. El verdadero problema son dos: en primer lugar los fraudes, mucho más difícil de erradicar que de instalarse. Esos lugares dónde ofrecen el título sin estudiar, a cambio de un desembolso algo inferior al que cuesta estudiando. ¿Eso existe? Y ya se ha descubierto alguna trama, como la denunciada hace una semana en Málaga, pero no hay noticia de ninguna actuación legal contra ellas.
El segundo problema, igualmente lacerante es que haya quienes se aprovechen de la difícil situación laboral, y tengan el descaro de exigir una carrera superior, en el peor de los casos, cuando no es la carrera, el master y dos idiomas, para un trabajo que no va a necesitar el desarrollo de ninguna de las funciones para las que el individuo se ha preparado, ocupando su tiempo y lapidando los ahorros de su familia.
Es lacerante, vergonzoso, que a un vendedor de ropa le exijan el dominio fluido del francés para ¿qué? ¡para que pueda leer las instrucciones!, algo que según la legislación es obligatorio facilitar en español.
Hasta este nivel se ríen algunos de los años de preparación y sacrificio y de la legislación española. Esto hace posible que podamos encontrar haciendo malabarismos en un semáforo a un individuo con cinco idiomas entre sus conocimientos.
¿Tanto desprecio se merece el saber y el esfuerzo de aprendizaje para maltratarlos de este modo? Aquí, o la Ley y la Justicia toman partido o seguirán fomentando la escasa significación del Estado.