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Cuando la reina era ella

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Le gustaba el fuego. Tanto que en ocasiones se preguntaba si era posible disfrutar tanto con una destrucción dolorosa. Como la venganza. Todo se resumía a disponer bien la leña. Las llamas nunca fueron lenguas. Hadas vestidas de gasa bailando la danza de la Reina. Cuando la Reina era ella.

Y en el conjuro de la noche que protege de miradas vigilantes, se abandonaba al compás de mil sonidos imperceptibles. Los que brotan del dolor de unos troncos que resucitan del olvido. Crujiendo las entrañas poco a poco, entre el regusto del recuerdo y la autocomplacencia. Sonidos que acompañan como mariposas revoloteando suavemente alrededor de los hombros. Como un abrazo. Como un roce en el pelo con la punta de los dedos. Así, así cerraba los ojos y sentía el calor entrando desde el cuello hasta el ombligo. Acariciando cada hueco por llenar. Subiendo por detrás de las orejas y mesándole  la frente. Rozando la nariz con su nariz. Pronunciando palabras para evitar el beso. Para prolongarlo antes de nacer. Para avivarlo antes de morir. Le gustaba el fuego. Igual que el agua. Jamás podrían pasear cogidos de la mano. Condenados a mirarse de frente. Condenados a contarse secretos al oído. A susurrar para no despertar a nadie. A vivir en mundos paralelos donde un espejo en medio nos vuelve del revés y nadie lo remedia. Con las costuras hacia fuera y los bolsillos vacíos y arrugados.


Así, mientras la música avanzaba colocándose impasible en su segundo plano, maldecía las nubes que una noche decidieron llorar por ella. Al viento que arrastró sin compasión el grito que nacía de su garganta. Para hacerlo vagar sobre la playa en las noches de tormenta. Para que nadie lo escuche. Para que choque una y otra vez con los cristales rotos que desbrozan la madrugada convirtiéndola en mañana. Mañana de escozor en los ojos ante la dominante luz del sol. Sin merecer la pena. Mereciendo la pena como los eslabones de la bola que arrastra su fantasma de cabecera. El que le cuenta cuentos para que se duerma. Para dejar de soñar.

Arrastrándose juntos para componer el embozo de la cama recién hecha. Y abandonarse al compás de mil sonidos imperceptibles. Los que brotan de una sábana de algodón. Envolviendo poco a poco los sentidos hasta evanescerlos mientras se mezclan con el humo que huye de la chimenea.
Condenados a contarse secretos al oído.

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