El tiempo en: Barbate

San Fernando

Gracias a la vida...

Bajamar en Camposoto. Mañana espléndida. Un enorme corredor de arena tostada frente a mí invita al viaje

Publicidad Ai
Publicidad Ai
Publicidad Ai Publicidad Ai
Publicidad AiPublicidad AiPublicidad AiPublicidad AiPublicidad Ai
Publicidad Ai

Gracias a la vida que me ha dado tanto. Me ha dado la marcha de mis pies cansados. Con ellos anduve ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos.
Violeta Parra

Bajamar en Camposoto. Mañana espléndida. Un enorme corredor de arena tostada frente a mí invita al viaje. A lo lejos el primer búnker. Mis rodillas ya no son aquellas que corrían delante de los guardias, pero da igual.Intentaré llegar.

Camino solo porque mi esposa se golpeó ayer un pie y no está para pisar uvas. A cambio llevo mi MP3 encajado en los oídos. Es un magnífico antídoto contra la necedad mundana. Sorteo las piedrecillas que decoran caprichosamente el arenal y giro mi gorra a la izquierda, orientando la visera hacia el emplazamiento de Lorenzo.

La primera canción que saborean mis sentidos es Pedro Navaja, la pieza de salsa más vendida de la historia. Narra el deambular de un porfiado hampón acechando a una prostituta para acuchillarla por abandonar su custodia dejándolo sin la plata que lo mantenía. Al consumar el crimen, Pedro Navaja recibe un disparo del revólver que llevaba la furcia oculto y ambos caen sobre la acera heridos de muerte. Un borracho que pasaba recoge el dinero, los objetos de valor de los muertos y se retira sonriente musitando el estribillo de la canción: La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida…

Unos pierden otros ganan. Drama para el chulo y la ramera.Ventura para el beodo.

Termina la salsa de Rubén Blades e irrumpe como delicioso brebaje para el sosiego místico la canción Hymn del grupo Barclays James Harvest. Esta joya de los setenta es una hermosa melodía que habla de Jesucristo. Dice su letra: Él dio su sangre por nosotros. Para verlo hay que salvar las montañas y pasar al otro lado del valle. Pero no trates de volar porque caerás. Hay que esperar. Él lo decide todo...

Sin saber cómo me pregunto. Si yo participara en la canción de Pedro Navaja ¿quién sería? ¿El desdichado macarra o el suertudo borracho? ¿No dicen que Él lo decide todo? No, no, no. No puede ser. Dios ni da ni quita vidas. No diseña ni dirige el acontecer de los hombres. Si esto fuera así, actuaría de forma arbitraria y dios ante todo es justo. No se le pueden imputar el infortunio y las catástrofes. Tampoco el júbilo y la fortuna. Él solo atiende las cosas incorpóreas, contemplativas, íntimas. La bondad, la maldad…

Esta convicción ya se me reveló hace muchos años cuando por entonces aprendí a discernir entre lo que pregonan los dogmas religiosos y los verdaderos atributos de la deidad, según mis creencias. Desde entonces se lo que puedo, y lo que no puedo esperar de Él. Eso me ayuda a descubrir la felicidad día a día, sin más auxilio que mi actitud ante el reto.

Abandono las cavilaciones espirituales y me centro en lo que me rodea. En lo que veo. En lo que escucho. En lo que siento. En lo que creo... En la vida. En esas cosas sencillas que ignoramos insensatamente tal vez precisamente por eso; por su naturalidad. Y doy gracias a la vida por lo afortunado que me siento en poder gozar de esas pequeñas minucias gratuitas. La efímera espuma de la orilla. La inmensidad del mar y aquella mansa barquilla entre sus olas. El longevo matrimonio sonriéndose al fresco de la sombrilla. Esos juguetones churumbeles imaginando al rey Arturo en sus castillos de arena. Los vigilantes que nos cuidan. Los servicios que nos asisten. El vendedor de la ONCE “tu rascando y yo pagando”. El graznido oblicuo de las insaciables gaviotas… En el recuento de ese remolino de acontecimientos aledaños, fluyen en mis oidos Louis Armstrong y el mensaje de su canción What a Wonderful World, colmando mis convicciones al aludir con certero entusiasmo el verdor de los árboles, el perfume de las flores, el color del cielo y la estética de sus nubes, el brillo del sol, el embrujo tenue de la luna en la quietud nocturna, los colores del arcoíris, la gente que observamos, los amigos que se abrazan, los enamorados que se besan, el llanto de los niños que crecen presurosamente. Ejemplos superlativos que nos regala la vida envueltos en papel maravilla, para no tener que andar pordioseando en las ambiciones prosaicas sujetas siempre a la codicia, la envidia, la inseguridad y el miedo.

Por si se me olvidaba algo, detrás del prodigioso trompetista de New Orleans, se filtra por los auriculares del MP3 Amaya Uranga y su voz de peluche, invitándome a comprar esperanzas y vender amaneceres. Emplazándome a clamar juntos la melodía de un río y su retrato de libertad. A pregonar la paz de un niño durmiendo, la tarde sobre su madre, el ala que aún no ha volado y los labios que aún no han besado. Vender en una cesta el agua y la nieve en una hoguera. Alzar cada mañana la vista a una campana y confiar tus pasos a una calzada.

Casi sin darme cuenta llego al búnker, lo rodeo y emprendo el regreso no sin olvidarme antes de girar la visera al sentido opuesto.

Ahora no me siento afortunado. Ese pretendido estado emocional, intensifica su rango adquiriendo el grado de felicidad. Felicidad sublime pero también campechana. Insospechada, pícara, optimista, jaranera, espontánea…, terrenal. Un enigmático confín de ingredientes complejo de precisar. Dejémoslo simplemente en ausencia de preocupaciones.

La música sigue circulando y yo sigo gozando. Incluso me atrevo a hacerle un dueto a Mick Jagger cuando arranca el tema Jumpin`Jack Flash. Eso sí, susurrado y sin mover los labios. No vayan a confundirme con algún lunático trovador al pasar por el punto de la Cruz Roja.

Mientras acometo el último tercio de la mini maratón, la panorámica que me acordona sigue intensificando las razones de mis convencimientos y potenciando los fundamentos de mi soliloquio. La paz interior que me invade es indescriptible y no tiene precio.

Para entrar en el Cielo no es preciso morir, me reafirma Ana Belén en su canción Derroche. ¡Cuanta razón lleva! Los credos hablándonos de la siesta eterna como morada de la ventura, cuando  una simple noche de amor tilda de locura el éxtasis del regocijo.

Nueva reflexión para concluir en que vivir lo que he vivido no me hace mejor ni peor que nadie. Solo me hace lo que soy y lo que quiero seguir siendo. Una silueta más del orbe que fundamenta en lo trivial la fascinación de su placer cotidiano.

Creo que esta alegoría la define mucho mejor Joaquín Sabina cuando próximo ya a terminar mi paseo, me asegura con su voz avinagrada en uno de sus lirismos, que cada noche se inventa de nuevo. Esto me lo apunto porque encaja perfectamente en mi ideario metafísico. Remata la faena el flaco con un perspicaz; tan joven y tan viejo like a Rolling Stone. Sublime.

La obra de Sabina es para mí como un extracto épico de la vida. No me importa lo que hizo ni lo que hace. Solo me interesa lo que dice. Lo que cuenta. Me hubiese gustado mucho haberlo tenido como paisano y tratarlo, pero las cosas son como son y no como uno quisiera que fueran. Esto lo dijo John Lennon pero mirusté, a mi se me quedó. Éste loco que soñó con un mundo viviendo en paz en su quimérica obra Imagine, también debió haber tenido su natividad por las Siete Revueltas en esta Isla nuestra donde a ningún náufrago se le hubiera ocurrido pedir auxilio metiendo un SOS en una botella. Lo que hubiese hecho inmediatamente es empadronarse cañaílla aunque el trámite para ello le llevara la vida entera.

Llegando mis pasos a buen puerto, con la visera recalentada por las chispas del rubio y la sombra de mi anatomía distorsionada como la estructura de la arena, el MP3 larga finalmente Pretty Woman. Canción original del yanqui Roy Orbison, conocida mayoritariamente como banda sonora de la película de igual nombre. Como supongo que ya sabréis, se trata de la historia de otra prostituta como la de Pedro Navaja pero con final feliz. ¡Que casualidad! Empiezo y termino con la profesión más vieja del mundo¡que cosas!

Alzo la mirada hacia la linde de la zona prohibida de la playa, y diviso sin dificultad la sombrilla azul chillón que resguarda de la canícula a mi señora. Con su pierna en alto por lo del golpe en el pie, el cuello estirado oteando mi regreso y una mano oscilando al aire por temor a que no la viera, me pregunta cuando llego a su vera con manifiesta inquietud ¿hasta dónde has ido chiquillo? Pues mira Puri, eso es lo menos. Lo importante es lo que he disfrutado de todo lo andado en compañía de ese amigo que sabes que tengo y nadie conoce.

TE RECOMENDAMOS

ÚNETE A NUESTRO BOLETÍN