Birmania, hasta hace poco una de las promesas de apertura democrática asiáticas, se encuentra sumida en una espiral de violencia que va en aumento un año después de que los militares derrocaran al gobierno civil de Aung San Suu Kyi, sin que haya visos de una salida en el futuro próximo.
El Tatmadaw –como se conoce al Ejército birmano- ha redoblado sus ataques para someter a una población que no ha cedido al desaliento desde el golpe de Estado del 1 de febrero de 2021, primero con un movimiento de desobediencia civil pacífico, y, meses después, con la militarización de parte de la resistencia de la mano de la llamada Fuerza de Defensa del Pueblo.
Una oposición inesperada para el general golpista Min Aung Hlaing, que ha respondido con fiereza; según la ONG birmana Asociación para la Asistencia de los Prisioneros Políticos, las fuerzas de seguridad son responsables de al menos 1.500 muertes, por encima de 11.000 detenciones y 320.000 desplazamientos internos desde el golpe.
Violencia que ha situado a Birmania, promesa de estabilidad y crecimiento durante una década -desde que se inició la transición democrática en 2011 hasta la asonada de 2021-, solo por detrás de Siria en cuanto al número de ataques a civiles perpetrados el pasado año: 7.686, un centenar menos que los registrados en dicha república árabe, según la ONG ACLED (Proyecto de Datos y Sucesos de Conflictos Armados).
Esta organización, con sede en Estados Unidos, contabiliza asimismo más ataques en Birmania entre septiembre y diciembre del pasado año que los que sumaron Siria y Afganistán durante ese periodo.
CONFLICTO EN AUMENTO
“El conflicto va en aumento. Los militares están cada vez más desesperados, no son capaces de afianzar su poder, y en respuesta y movidos por el pánico intensifican la brutalidad”, apuntó en una charla organizada por el Instituto ISEAS-Yusof Ishak Debbie Stothard, directora de la ONG ALTSEAN-Burma.
Una de las recientes muestras de su brutalidad fue una masacre cometida contra civiles el 24 de diciembre, cuando los cadáveres de 35 personas, entre ellos cuatro niños, aparecieron calcinados en el estado occidental Kayah (Karenni) tras un ataque del Tatmadaw.
En paralelo, las Fuerzas de Defensa del Pueblo, a las que expertos estiman que se han unido miles de birmanos desde hace meses, formándose en zonas controladas por las numerosas guerrillas de minorías étnicas que operan en el país desde hace décadas, han incrementado su resistencia.
Son el brazo armado del Gobierno de Unidad Nacional (NUG, por sus siglas en inglés), leal a la Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi y constituido en abril por políticos derrocados y activistas prodemocráticos para plantar cara a la junta militar, presentándose como el representante legítimo de Birmania.
GOBIERNO PARALELO
Operando de forma clandestina, tachado de “terrorista” por la junta militar, el gobierno en la sombra es visto por muchos como la única salida política viable, si bien se enfrenta a innumerables retos; entre ellos el de conseguir expandir su control desde la lejanía, pues muchos de sus miembros están en el exilio, y ser reconocido internacionalmente.
“Creemos que las demandas del NUG son legítimas, y se merecen reconocimiento. No va a pasar de la noche a la mañana, pero hay progreso”, dice a Efe Isabel Todd, coordinadora del Consejo Especial sobre Birmania, un grupo independiente fundado tras el golpe por la ex enviada especial de la ONU para Birmania, Yanghee Lee, para ayudar a las fuerzas democráticas del país.
Aunque el NUG no ha sido reconocido oficialmente por ningún gobierno ni organismo, países como China, Estados Unidos y la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) -grupo de diez naciones, entre ellas Birmania-, erigida como principal actor externo en la mediación del conflicto, han entablado contacto con sus miembros.
La ONU, asimismo, mantiene como representante de Birmania a Kyaw Moe Tun, que ha mostrado públicamente su apoyo al NUG.
CANALIZAR LA AYUDA HUMANITARIA
Al margen del reconocimiento político, varios grupos consideran que la comunidad internacional debería recurrir al NUG para canalizar la ayuda humanitaria y evitar que caiga en manos del Ejército, mientras Human Rights Watch y el Consejo Especial sobre Birmania urgen a cortar el acceso de la Junta a más armas –provenientes en gran medida de Rusia- y la financiación, sobre todo a través de las explotaciones de gas y petróleo.
De momento, el apoyo internacional es insuficiente para dar salida al conflicto, ante una población enfrentada a una situación imposible de pobreza y violencia que podría ir a más si Min Aung Hlaing mantiene sus planes de convocar elecciones a mediados de 2023.
Unos comicios sin visos de representatividad real con decenas de líderes de la Liga Nacional para la Democracia (NLD), el partido de Suu Kyi -vencedor de las elecciones de 2020-, detenidos, entre ellos la política y Nobel de la Paz, que ya ha sido condenada a penas de cárcel y aún espera varios juicios a manos de los generales.
Así las cosas, con el NUG firme en defender su proyecto –apoyado por su brazo armado- y el Tatmadaw enrocado en no ceder poder, se prevé que las elecciones se conviertan en “un disparador más de la disensión y las revueltas, no en un paso hacia la estabilidad”, apunta Richard Horsey en una nota de International Crisis Group.
“Birmania permanecerá en un estado de tumulto en el futuro próximo”, añade el experto.