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El Loco de la salina

Malditas citas previas

En mis salidas del manicomio observo que La Isla está hasta arriba de jubilados, cuya misión más importante es hacer los mandados.

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Ya está bueno, lo bueno. Estamos hartitos. Tal como están las cosas ahora mismo, con la pandemia casi liquidada por fin, ya es hora de darle el finiquito y de ir abandonando las malditas citas previas, refugio de unos pocos para quitarse de en medio gente molesta, y pantalla en la que se escudan los antipáticos y los flojos. Todo el mundo debe saber que los locos estamos hasta aquí de tantos requisitos para que lo atiendan a uno como Dios manda. No es muy difícil; lo que pasa es que el mundo de los cuerdos de ahí fuera no es muy normal que digamos. Los locos soñamos con lo que nos parece lo más normal del mundo. Soñamos simplemente con Dígame, ¿qué desea? ¿En qué lo puedo atender? Nuestro sueño soñado es ver esa carita simpática, porque para eso cobra, preguntándonos qué desea usted, señor ciudadano, o ciudadana, o ciudadane. Sobre todo, no queremos que nos atienda una fea máquina que ni siente ni padece. Tampoco deseamos eso de si quiere usted tal cosa, pulse 1 y, si quiere tal otra, pulse 2 y así sucesivamente hasta llegar al infinito. Pero lo de las malditas citas previas clama al cielo.

En mis salidas del manicomio observo que La Isla está hasta arriba de jubilados, cuya misión más importante es hacer los mandados. Y allá van los pobres dando vueltas y procurando completar el listados de cosas que se les encomienda desde el puesto de mando. Sin embargo, los jubilados están que trinan con tantos impedimentos como se encuentran. La burocracia que les ha tocado vivir se ha convertido en una carrera de obstáculos insalvable y parece meditada para aburrirlos. Es impresionante el calvario que tienen por delante las personas ya mayores, que saben del Internet por los nietos, pero que no están acostumbrados a tanto rollo patatero de teclas y botones. Cuando la encomienda los lleva a un banco o a una institución cualquiera, la cita previa los trae locos, pues rápidamente los frenan pidiéndole si la tienen, y, si no la tienen, a empezar de nuevo. ¿Nadie ha pensado en el martirio chino que está padeciendo la vejez con tanto camelo? ¿Nadie ha calculado la frustración del jodido jubilado que tiene que enfrentarse a un mundo que ignora, que no le apetece, que aborrece y que debe aprender a la pura fuerza? Aquí todo va muy ligero. Sin embargo deberíamos observar que la naturaleza odia las citas previas. De hecho, la enfermedad no avisa ni te cita de lejos. Te viene y ya está. El ladrón tampoco te da pistas ni se rige por horarios. No digamos la lotería. Te toca y se acabó. Nadie te avisa del número que va a salir, aunque de vez en cuando sería conveniente. Y no digamos la cosa más retorcida de todas las cosas, la muerte. Viene cuando menos te lo esperas y te deja tieso del tirón. No me gusta cuando Miguel Ríos canta eso de: ”dame una cita, vamos al parque, entra en mi vida sin anunciarte…”. No digo que las citas no valgan, pero, en todo caso, solo valen para citar a los toros de lejos. Para la vida diaria no sirven, aburren, martirizan, producen alejamiento, son antipáticas.

Ya sé que todo lo que estoy diciendo no va a ser tenido en cuenta, porque parece que estamos en la era tecnológica, que podrá ayudar en algo, pero que nos tiene locos. Lo que no saben los jóvenes es que, cuando lleguen a viejos, que llegarán si llegan, también se encontrarán con nuevos calvarios que para esa fecha ya les habrán preparado los canallas del futuro.

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