Es una huida permanente, un escondite perenne, una manta gigante para cubrir nuestro latido diario. Una duda, un temor que permanece, una especie de esclavitud. Y no lo soporto. Tenemos una contraseña para encender el ordenador, para el teléfono, para el coche, para la seguridad de casa, para las redes sociales, para la cuenta del banco, para las tarjetas, para las aplicaciones. Tenemos contraseña para el correo, para la tarjeta virtual de identificación, para el informe clínico, un D.N.I virtual. Tenemos contraseña para ver nuestra analítica y hasta para retirar nuestro pedido de comida, reservar una entrada, para abonar las tasas y para leer las noticias del día. Cualquier día, antes de amanecer, descubro que me han pedido una contraseña para soñar.
Vivimos dentro de un enorme uniforme metálico que robotiza cada movimiento, cada respiración, que abarca con su acero nuestra carne y la aprieta y asfixia. No nos deja respirar. Estamos encadenados a un sistema de contraseñas, un sinfín de alianzas de códigos que ordenan y enclaustran nuestros comportamientos, la vida ordinaria y también la extraordinaria. Y yo quiero esconderme, ni amarrarme, ni quiero vivir cargado con estas dos bolsas del temor y la memoria.
Hay que teclear para respirar, recordar para traspasar, memorizar para caminar, identificarse para desenvolverse en este mundo de secretos, manos que tapan tarjetas, cajeros automáticos, bancos sin personas, robots que llaman a tu hogar y se cuelan en la intimidad de tu existencia, cada vez menos humana, cada vez más impersonal, peligrosamente fría. Hay que poner claves donde poníamos inspiración, números donde vivían las miradas. Cualquier día me piden una contraseña para dar un beso.
Necesito dormir sin más permiso que mis bostezos anunciadores que reclaman que suelte el libro, caminar cuando mi anatomía me solicite que quiere patear la calle; yo quiero hablar con una persona cuando me asalten preguntas y reclamo mi defensa en las redes sociales sin tener que esconderme o huir porque yo no he cometido delito alguno, a no ser que la tristeza por un gélido sistema lo sea.
Tenemos contraseña para la máquina de cocinar y el pedido a domicilio, para encender y apagar nuestro entorno vital. Y estoy cansado. De listas numéricas que ordenan mi vida y me amarran a los dígitos y a las matemáticas. No puedo más, no quiero. Necesito encontrar un lugar en el que, para entrar, haya que teclear la contraseña "¡vivir!" y que me dejen hacerlo, aunque me olvide de ella y tenga que solicitar una nueva porque la contraseña ¡vivir! no sea demasiado segura.
Yo me entiendo.