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Ay, Barcelona

"... resulta que una discoteca de la ciudad condal ofrece entrada gratis y cien euros a las mozas que acudan a bailar sin bragas..."

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Además de las noticias sobre una próxima desconexión de Cataluña, desde Barcelona nos llegan noticias que no tienen tanto eco en los periódicos, pero que a mi me parecen también muy triste: resulta que una discoteca de la ciudad condal ofrece entrada gratis y cien euros a las mozas que acudan a bailar sin bragas, y por otro lado acaba de abrir en la ciudad un burdel de muñecas hinchables, que según los anuncios publicitarios de su página web “tienen el tamaño y los orificios de cualquier mujer de verdad”. En el primer caso ya saben para lo que es: las mozas bailan y con los movimientos airean el culo y zonas próximas para el solaz de los mocetones, que son los que pagan. En el segundo, a juzgar por los pormenores de la publicidad parece que los dueños del burdel conciben el sexo más como un estudio de fontanería que como una relación afectuosa. Lo digo por las referencias a los orificios, como si una mujer fuese una tubería y no un ser humano.
Que nuestra civilización está cambiando, que estamos en un fin de ciclo, es algo evidente que ya casi nadie discute. Tampoco sabemos si a donde vamos, lo que nos espera, es mejor o peor que este mundo que ahora se clausura. Pero a la vista de noticias como éstas que explico arriba me da la impresión de que, al menos en el sexo y en los afectos humanos en general, estamos adentrándonos en terrenos desquiciados y peligrosos.

Los estudiosos del nazismo y el estalinismo hablan con frecuencia de la banalización del mal y me imagino que los de ahora estarán estudiando, o estudiarán en su momento, la banalización del sexo. Porque si convertimos algo en banal, sea el exterminio de judíos o el encuentro sexual de dos personas, podremos justificar todas las tropelías que hagamos en su nombre. Así, banalizado todo, podemos utilizar a las muchachas como reclamo para que los bravíos zagales vayan a la discoteca a beber y a ver culos, o montar una tienda por todo lo alto para que los caballeros de paso por Barcelona puedan disfrutar de una señora de plástico, sin los engorrosos trámites de darle conversación.

Uno es de los mozos del cincuenta, de esos que tenían, y tienen unido el sexo al amor. Quiero decir que nunca hemos ido al sexo por el sexo, sino con un previo sentimiento afectuoso. Pero tampoco somos, los del cincuenta, tan estrechos como para cerrarnos a otros modos, donde no quepa amor pero sí un respeto mutuo, un deseo de placer mutuamente aceptado.

Pero esto de Barcelona ya es pasarse. Es utilizar a la mujer como un reclamo, como un objeto. No me extrañaría que en el burdel dieran hasta un manual de instrucciones, como cuando compramos algo en Ikea. Y esto, denigrar a la mujer hasta ese punto, banalizar algo tan hermoso, tan limpio, tan inocente  como el sexo, lo pagaremos claro. Lo estamos pagando ya, creo.

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