Venta de burras y otras fotos
No sé si llamarlos muros de la vergüenza o es que lo que me abochorna es ver a los líderes mundiales fingiendo que derriban paredes cuando en sus respectivos países existen murallas de todos los colores y formas.
Con el XX aniversario del derribo del muro de Berlín y la cantidad de fotos hipócritas, coberturas televisivas y otras redacciones que han conmemorado este hecho histórico (para algunos, pero muy reciente para otros), no veo más que un lavado de cara de una clase política mundial que no ha demostrado, en ningún momento, tener como principio y reto la paz y la igualdad en el mundo. Para ello, España, por ejemplo, debería empezar por derribar sus propios muros. Uno en Melilla y otro en Ceuta. Éste último lo ví construir. Vi cómo un centenar de de militares extendía por todo el perímetro fronterizo más de 8 kilómetros de alambrada de espino que, en ocasiones (también estuve allí cuando ocurrió), dejaba en “tierra de nadie” a los inmigrantes que intentaban traspasar esa frontera que separa “su vida de la mía”, o “ésa maldita pared”, como diría Bambino en otro tiempo. El muro espinoso de Melilla mide doce kilómetros y, al igual que el de Ceuta, está perfectamente dotado con todos los adelantos tecnológicos: cámaras de infrarrojos, difusores de gases lacrimógenos, un enrevesado laberinto de cables acuchilladores y una vigilancia constante a pie de trinchera. ¿De quién nos defendemos? Pues de esos pobres hombres y mujeres que eligen Europa (ésa Europa que conmemoraba el derribo político de un muro) para ganarse la vida. Una Europa que, cada vez más, les endurece su forma de sustento y calidad de vida y que, además, tiene una deuda (eso sí que es Historia) con los países de donde provienen. Estos muros de espino ha provocado, o mejor dicho, incrementado, el cruce del Estrecho de Gibraltar a bordo de una patera y el consiguiente riesgo a perder la vida antes de alcanzar la costa española, es decir, europea. No sé cuántos muertos he grabado desde que estoy en la tele (diecinueve años ya, oiga).
Fueron cínicas las palabras que pronunció Hillary Clinton en Berlín. La secretaria de Estado de EE.UU afirmó que “no hay muros en el mundo que no podamos derribar”. A mí me gustaría que se diera una vuelta por España y dijera lo mismo en Ceuta o en Melilla, ciudades españolas que soportan vivir amurallados. Pero esos alambres de espino que cercan las ciudades autónomas no deben de significar mucho para un país como los Estados Unidos que, en una visita oficial a Marruecos, se deshizo en elogios ante un Mohamed VI que aún no ha derribado el muro militar de ocupación más largo del mundo (2.720 kilómetros) alzado para impedir la entrada de saharauis a la tierra que, una vez, España y el país vecino les arrebató. Este muro, que pretende impedir las incursiones de hombres y mujeres que se defienden con piedras, está protegido con minas antipersonas, búnkers y vallas. ¿Por qué no se ponen de acuerdo para su derribo? Pero qué podemos esperar del americano cuando en su propio país se levantó, junto con México, una frontera de más de 3.000 kilómetros para impedir la entrada de inmigrantes. La Comisión Nacional de Derechos Humanos de México denuncia que ya han muerto más de 5.600 inmigrantes en su intento por cruzar la frontera. El tabique incluye tres cercados de contención, iluminación de muy alta intensidad, detectores de movimiento, sensores electrónicos y equipos de visión nocturna conectados a la policía fronteriza estadounidense así como vigilancia permanente con camionetas todoterrenos y helicópteros.
Esta panda de no sé qué que la pasada semana conmemoraba lo de Berlín, nos ha recordado lo que ellos, una vez, construyeron con sus propias manos y hoy no son capaces de echar abajo aunque se quieran adornar con florituras que, a estas alturas de la mili, ya deberían estar extintas. Desconozco qué nos quieren vender, pero la burra ya es de otro, así que no le den más vueltas porque yo ya no compro burras. Me lo juré hace mucho.
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