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El destierro de las preguntas

Vivimos en la sociedad de las aseveraciones, donde casi todos pontifican y pocos reflexionan...

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Vivimos en la sociedad de las aseveraciones, donde casi todos pontifican y pocos reflexionan. Esta sociedad ha borrado en todos los niveles los signos de interrogación, los ha anatemizado. La pregunta causa desazón y duda, y hemos optado por la salida fácil: eliminarla no solo del debate público, sino de nuestra vida cotidiana.Un ejemplo es cómo tratamos la muerte, la interrogación radical e irremediable del ser humano, a la que maquillamos para presentarla como algo inocuo, ocultándola en tanatorios con hilo musical y apariencia de resort. Nos empeñamos en afeitarle los pitones de los interrogantes, y de este modo asistiremos en noviembre a esa mamarrachada que sustituye las preguntas abismales y el pavor ante la nada por calabazas risueñas y disfraces de Pichardo. Así la vida pierde valor y hondura.

Las sociedades sabias se construyen sobre las preguntas, solo aquellas que se interrogan constantemente progresan en pos de su verdad. La duda es fuente de sabiduría y la insatisfacción motor, la incomodidad de las interrogaciones quema el culo de las sociedades obligándolas a abandonar la pasividad y a cuestionarse sus seguridades. La duda es luz, la seguridad es oscuridad, por eso un ser humano -y una sociedad- que tiene más respuestas que preguntas está muerto.

Las épocas más fértiles para el pensamiento humano y de mayor progreso para las sociedades han sido lideradas por culturas y civilizaciones preguntonas, mientras que en los periodos de involución, tenebrosos y dictatoriales, se exterminaron las interrogaciones para sustituirlas por el dogma y el pensamiento único. Resulta curioso que este proceso se dé en algunas religiones, cuyos fundadores convertían por medio de las preguntas y, siglos más tardes, sus seguidores, traicionando ese espíritu, transformaron la interrogación y el cuestionamiento enherejías. Y es que los radicalismos, de cualquier naturaleza, no preguntan, solo ordenan.

Hoy en día la pregunta asusta, provoca pánico fundamentalmente por dos razones: porque puede desvelar una verdad que el interrogado quiere ocultar o porque puede evidenciar su torpeza en la brega con las dudas. En ambos casos subyace una aversión al diálogo, un menosprecio del debate y una actitud cerril frente a la apertura que exige la controversia. Si ahondamos más, el miedo a la pregunta supone el rechazo a la inteligencia y a la individualidad, dos factores que el poder, sea cual sea, abomina por indomesticables; prefiere borregos que balen afirmaciones predeterminadas creyendo que son fruto de su pensamiento autónomo. Y muchos borregos prefieren el redil y el rebaño porque los suponen sinónimos de seguridad y, sobre todo, de verdad absoluta.

Llegados a este punto de atrofia interrogativa, no es de extrañar que la sociedad digiera sin arcadas que sus representantes democráticos prohíban ser preguntados en comparecencias públicas o impongan cómo hacerlo a quienes ostentan la responsabilidad ética y profesional de actuar como contra-poder, los periodistas. Ninguna sociedad puede llamarse democrática ni libre si tiene las tragaderas para consentir que el presidente del gobierno se niegue a contestar preguntas ante los medios de comunicación mientras concede una entrevista ñoña e intrascendente para mostrar cómo es su vida doméstica en La Moncloa. Los ciudadanos hemos perdido la legitimidad moral para rechazar que nos llamen borregos desde el momento que consentimos que el jefe del gobierno haga declaraciones a través de un plasma, sin posibilidad de ser preguntado ni siquiera de que algún periodista, en una arranque de dignidad profesional y ciudadana, se marche de la sala ante sus narices.Tampoco es de sociedad libre que el presidente de un Parlamento autonómico diga a los periodistas qué pueden o no preguntar,cómo deben hacer su trabajo, conculcándoles un derecho constitucional para que a él, y a los suyos, le resulte inofensivo.

La sociedad que destierra las preguntas está condenada a que pasado un tiempo regrese de ese destierro una única pregunta, superviviente y letal: ¿por qué lo permitimos? Y solo podremos responder con el silencio porque habremos perdido la libertad.

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