El pasado año, la empresa Neuralink, de la que es cofundador el siempre excéntrico Elon Musk, hizo público a nivel mundial que estaban probando en seres humanos un dispositivo electrónico que permite realizar movimientos con la mente. Mediante una intervención quirúrgica y con la ayuda de un robot, se introduce en el cerebro un chip del tamaño de una pequeña moneda.
De forma resumida y sin extenderme en su funcionamiento, este aparato decodifica y transmite las señales eléctricas neuronales, permitiendo que se generen acciones, como mover el cursor de un ordenador o jugar a un videojuego, todo ello sin necesidad del uso de las manos. Valiéndose de los estímulos generados por el pensamiento, este chip es capaz de interpretar nuestras intenciones y lograr que pacientes que han perdido la capacidad para moverse recuperen cierto grado de funcionalidad.
Hasta la fecha, son tres las personas que lo han probado, o al menos esa es la información que se ha transmitido a la comunidad científica. Hace menos de un mes, el pasado 20 de enero, la prestigiosa revista Nature publicó información sobre un paciente que hizo volar con destreza un dron virtual en un juego de simulación de obstáculos, siendo capaz de realizar movimientos de cierta complejidad y precisión.
Es entonces factible que, con el desarrollo adecuado, puedan generarse movimientos de manos o piernas robóticas gracias a esta unión de mente y software. Aunque el camino para conseguirlo será laborioso, la base en la que se sustenta el desarrollo de esta tecnología es sólida y aplicable a la medicina. Para las personas aquejadas de parálisis por un accidente o una enfermedad degenerativa, se abre una puerta a la esperanza: controlar o ejecutar con el cerebro y la ayuda de la tecnología aquellas funciones que por sí mismos ya no son capaces de realizar. Será necesario un aprendizaje y adaptación por parte del paciente para que su “pensamiento voluntario” estimule el dispositivo y este interprete las órdenes que le transmite.
Aunque la idea no es del todo novedosa, ya que se aplicaban teorías similares en dispositivos cerebrales que usamos con cierta frecuencia en el párkinson y otras enfermedades neurológicas, sí se abre un mayor abanico de posibilidades terapéuticas y un nexo de unión más firme entre el ser humano y la máquina.
En contrapartida a este avance, tendremos la obligada discusión sobre los límites éticos de este tratamiento, en el que un ser humano puede transformarse, si aumentasen sus capacidades, en un “ciborg”, mitad hombre, mitad máquina. ¿Nos alejaremos del modelo humano y, dentro de unas decenas de años, nuestro cuerpo se asemejará al de Arnold Schwarzenegger en la saga Terminator? El tiempo resolverá esa incógnita.
Hasta entonces, querido lector… sayonara, baby.