“El otoño que tengo es el que he perdido”. Las estaciones que pasan ante los ojos del hombre que nunca se baña en el mismo río. Lo que se pierde y lo que retiene la memoria. La lluvia sobre Lisboa, la caída de las hojas, la ciudad serena y acogedora, repleta de fachadas de amarillos, azules y rosas apastelados que establecen un diálogo sobre el que ruge la vida. Ser uno mismo. Ser otro. Los heterónimos. ¿Somos la misma persona que ayer? ¿Seremos los mismos mañana? ¿Quién cincela los contornos de la identidad? ¿La identidad personal y la de la ciudad en la que se habita se funden hasta convertirse en un único elemento a ojos de los demás? “El otoño que tengo es el que he perdido”, se dice Pessoa en el Libro del desasosiego. Y el fluir de las jornadas convierte el paso de las estaciones en el escenario en el que se desenvuelven nuestras vidas. El otoño tras la gota fría que reventó alcantarillas y asfalto hace unos días, con el recuerdo de las vidas que se tragó el agua en Valencia tan sólo unos días antes. La refriega política, el y tú más, la incompetencia y la maldad. Las incontenibles ganas de existir de una ciudad del sur que se desborda, que se derrama sobre sí misma en sus terrazas y miradores, con el aire cálido del Mediterráneo incluso cuando tocaría comenzar a escribir el prólogo del frío incipiente, que aguarda agazapado tras las luces de Navidad que habrán de marcar, de nuevo y como siempre fue, el camino hacia un nuevo año. Las promesas vacuas se agitan en el horizonte y los festivales literarios se suceden como si esta ciudad de poetas y novelistas tuviera una deuda con sus escritores, un débito que nunca satisfará nadie. El aire es manso, el viento apenas acaricia los arrabales del Centro, tomado por legiones de extranjeros que quieren constatar que la autenticidad palpita aún en los adoquines del corazón urbano. Unos pontifican y otros tratan de vivir, los cobardes esquivan la mirada de quienes vilipendian en redes sociales a la salida de los bares, como si el cierre de los mismos fuera la hora del ajuste de cuentas silencioso y elegante, los años pasan y el periodismo deshace nuestras certezas, y la infinita aventura de conocer al otro se revela como una carretera directa a mejores amaneceres. Y así, Málaga encara los otoños que perdió, que es, en el fondo, el que posee.
Fuego amigo
El otoño que tengo
Y el fluir de las jornadas convierte el paso de las estaciones en el escenario en el que se desenvuelven nuestras vidas
Fuego amigo
En mis columnas hablo de la Málaga que fue, de la que es y, a veces, de la que será
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