El pasado Miércoles Santo llegué a la conclusión de que cada día soy más feliz formando parte del universo flamenco al que pertenezco. En cualquier instante surge la magia y la emoción se adueña del corazón para recordarme que sigo vivo. Llegué a la Peña Tío José de Paula, a la que considero mi casa porque entro por la puerta sin pedir permiso, y allí estaban esperando a que saliera el Prendimiento de Santiago gente de distintos puntos de Andalucía que, como es habitual, vienen a ver al Señor de las manos atadas repartir fe por Jerez.
Al llegar a la peña saludé a Diego Carrasco, que perfeccionó mi nudo de corbata, Joaquín El Zambo, presidente de la entidad, Juan Diego Mateos, con su sonrisa habitual, el pintor Pepe Bastos, con su pelo blanco entre lo bohemio y lo señorial, José Luis Lara, mi tío y empresario de espectáculos musicales y taurinos, y, entre otros tantos, Enrique El Zambo, que no dudó en sacarme a bailar en una de estas letras que imprimen compás a cada glóbulo de sangre.
Esa convivencia es para mía la clave del conocimiento, que luego pongo en práctica en mis tareas de comunicación tanto escritas como televisivas, o en cualquier intervención oral. Este hecho anecdótico, el del Miércoles Santo, me sirve para valorar cada día más a los protagonistas de esta cultura, que a mi entender y aunque no son los únicos, son los creadores e intérpretes.
Desde que comencé mis tareas divulgativas en el portal jerezjondo.com, revista digital que terminó desapareciendo al tiempo de dejarla, he intentado no verme limitado en mis relaciones humanas en favor de mi profesión. Quiero decir, que a veces no es nada fácil compartir momentos de disfrute con artistas a los que luego has de entrevistar, o incluso hacerle una crítica por un espectáculo concreto. Si soy sincero, este género es el que menos me apasiona porque suelen traer malas consecuencias y al fin y al cabo no sales de pobre.
Pues con el paso del tiempo tengo cada vez más claro que para hablar y escribir de flamenco hay que vivirlo de cerca y, como ya me dijo una vez la maestra Ana María López, “hay que amarlo”. Por ello, aprovecho cualquier ocasión para participar en una fiesta improvisada tanto en una peña como en núcleos familiares como lo llevo haciendo desde que nací (mi madre me trajo al mundo en medio de una fiesta flamenca). No quiero decir que por este hecho tenga más autoridad para hablar u opinar, ni que sepa de esto más de la cuenta porque nunca se acaba de aprender, pues el arte es un ente vivo y dinámico en el que cada día ocurren cosas nuevas. Pero sobre todo, como opinión muy personal, no concibo el ámbito flamenco sin la convivencia y el abrazo.
Hay quienes prefieren la comunicación a través del teléfono o escuchar la discografía de Don Antonio Chacón de cabo a rabo en un análisis exhaustivo de cada tercio en tonalidad o repertorio. Esto está de bien para arriba, pero inacabado si no se llega al meollo de la cuestión que está en la calle, en lo que florece, en lo que se respira, en las nuevas voces que llegan, en los valores del baile que emergen, en los guitarristas imberbes que se llevan horas con las cuerdas entre las manos, en las peñas que luchan por pagar sus recibos de luz y agua sin dejar de programar recitales para sus socios y resto de aficionados, en las fatigas que pasan los artistas en las carreteras de madrugada para llegar a un festival en el que actuarán a las tres de la mañana con la acústica justa de calidad, en el miedo que tiene algunos a que el teléfono no suene este mes para un gala, en el beso de una octogenaria ama de casa que levanta las manos y acaricia el cielo, en el nerviosismo de un camerino antes de la presentación, en la preocupación de muchos por no quedarse atrás y que la corriente de los ríos contemporáneos no abusen de la tradición...
Para ello, considero, no se puede frivolizar hablando de un arte tan nuestro que muchos utilizan para luchar en base a sus problemas personales. El flamenco no es una herramienta política ni un camino para llegar al poder, pero para llegar a esta conclusión primero hay que vivirlo y aceptar, desde la humildad, que a los que hay que tener en cuenta son a los que cantan, bailan o tocan desde el respeto. Lo que viene siendo ser uno más del ecosistema flamenco. No esperar a que te llamen para vivir algo especial, hay que estar.
Me produce una satisfacción absoluta sentirme parte de este paisaje, ser uno más, vivir al compás que marcan los tiempos, recogerme tarde y conversar hasta la madrugada con un cantaor que se siente incomprendido. Y que nadie entienda esta reflexión como un ataque al aspecto teórico del conocimiento, a la investigación científica o al análisis musicológico o antropológico. Nada eso. Es un simple agradecimiento a toda esa gente que con una sonrisa, unas palmas o un golpe de nudillos en una barra me hacen sentir joven y lleno de luz, en definitiva, feliz. Como diría una popular entidad financiera, “hay cosas que el dinero no puede comprar”.