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Lo que queda del día

Lo imposible

Ahora hay que centrar todos los apoyos para evitar el mayor de los males, que el propio sistema sanitario público entre en colapso

  • Paseo de la Castellana, este sábado, vacío. -

Una de las pocas certezas que había conservado intactas desde niño es que, a diferencia de mis abuelos, y casi de mis padres, no iba a ser testigo directo de una guerra, salvo que me destinaran como corresponsal a algún escenario internacional. Me refiero al hecho de haber crecido en un país y en una civilización, la occidental, lo suficiente madura y ordenada como para haber aprendido del pasado y centrarse definitivamente en la prosperidad de sus respectivos países -a excepción de EEUU si lo desean, aunque actúe siempre con la iniciativa de batallar en campo ajeno-. La única contienda ha pasado a ser económica, y aunque siempre ganen los mismos, hemos aprendido a vivir sin el temor de ser alcanzados por una bala perdida a la vuelta de la esquina o de tener que huir despavoridos al ruido de una sirena o ante un toque de queda.   

Y digo que era una de las pocas certezas intactas, aunque me faltaba añadir “hasta ahora”, que no hay tanques en las calles, ni sangre en las aceras, pero vamos a vivir confinados en el búnker particular de nuestros propios domicilios mientras superamos la amenaza de un virus agresivo e invisible que imaginamos acechante y traicionero, pero que sobre todo ha anulado definitivamente nuestra libertad de movimientos, la necesidad de seguir adelante con nuestras vidas, y contagiado nuestro propio futuro de sombras, miedos y derrumbes sin otro remedio más inmediato que el del paso del tiempo; primero para decir adiós al virus, y después para iniciar una lenta y desesperante recuperación.

    No digo que esta situación no fuese impensable o inimaginable, entre otras cosas porque hay relatos, películas y series que se parecen mucho a los momentos por los que estamos atravesando, pero sí imposible, una palabra que ahora mismo ha perdido su valor en esa misma frase ante la debilidad de los cimientos de lo que era una certeza que ha pasado a convertirse en distopía, otro terrible signo de un tiempo que ha optado por desterrar a su antónimo del vocabulario y olvidar lo que ya cantaba Serrat: “Sin utopía, la vida sería un ensayo para la muerte”.

Mientras tanto, a medio camino entre una y otra se encuentra la realidad, preocupante en el ámbito particular de cada uno de nosotros y bochornosa en el del ámbito político ante la falta de un liderazgo nacional que haya exigido con mayor antelación a las diferentes comunidades las medidas que había que haber ido aplicando progresivamente, así como las que debía imponer por sí mismo de forma generalizada al territorio nacional. A cambio se fue indulgente a la hora de autorizar las movilizaciones del pasado 8 de marzo, y excesivamente prudente a la hora de ir anunciando las medidas que había previstas: dijo Juan Marín este miércoles en su intervención que preferían “pecar por exceso que por defecto”, y nos quedamos esperando qué entendía por exceso.

Lo de este sábado, lo del Consejo de Ministros, fue para mandar a más de uno a su casa, confinados por incompetentes. Y si no conviene hurgar más en la herida es porque la situación del país ya es lo suficientemente crítica como para detenernos ahora en una crisis de gobierno que ha hecho saltar las costuras de la piel del ejecutivo Frankenstein, dejando a la vista más de un miembro a la remanguillé.

De la semana que dejamos atrás ya solo cabe aprender de los errores, que sí han sido más por defecto que por exceso, pero sobre todo por desconocimiento, al tiempo que se engrandecía la figura del personal sanitario que ha tenido que hacer frente a la crisis y en los que hay que centrar ahora todos los apoyos para evitar el mayor de los males, que el propio sistema público entre en colapso. Lo demás depende del resto de nosotros, y no me refiero a la sensiblera performance desde un balcón, sino al compromiso de permanecer en casa y seguir las indicaciones cuando haya que hacer la compra. No hemos hecho más que abrir la primera página de un libro que aspira a ser best seller cuando lo preferible es que se quede en novela corta.

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