Permítanme que les haga una confesión: uno de mis principales defectos es que no tengo talento, no digo ya para cantar, pintar o cualquier otra excelsa de las artes, ni siquiera para freír un huevo -mi mujer cree que lo hago a posta para fugarme de la cocina con una cerveza en una mano y un cuenco de aceitunas en la otra, pero es así; soy un negado y me toca sufrirlo en silencio, casi como una deshonra-. No sé, a lo mejor cualquier día de estos descubro que sí, que había una faceta oculta, inesperada e imprevisible, que sobresale de pronto como un acto reflejo para asombro de mí mismo, pero hasta la fecha he perdido casi toda esperanza.
Tan fatídica sensación me ha permitido, en todo caso, desarrollar cierta predisposición a la hora de descubrir y reconocer el talento en los demás. Es una experiencia liberadora y bastante satisfactoria; sobre todo si tienes la oportunidad de reconocérselo en persona a quien lo tiene. Me ocurrió este verano pasado en un concierto de Morgan. Tal vez les suene, tal vez no, pero estoy convencido de que es el grupo español con más talento de los últimos dos años, y así se lo dije cuando bajaron del escenario para hablar con el público.
No he tenido la oportunidad de degustar la cocina de chefs premiados y reconocidos con estrellas Michelín, pero aprecio la opinión de quien sí lo ha hecho y entiendo que todo debe obedecer a ciertas altas dosis de talento para llegar a ese nivel que no todos alcanzan y que guía en este momento la innovación dentro de la alta cocina, teniendo al mismo tiempo muy presente algunas de las reflexiones que Pepe Berasaluce hace en su reciente y ¿oportunista u oportuno? libro El engaño de la gastronomía española, donde arremete contra los dogmas indiscutibles que muchos de los aclamados creadores culinarios han desarrollado en los últimos años.
E insisto, no he tenido aún la oportunidad de participar de la experiencia de Aponiente, por ejemplo, pero sus tres estrellas imponen un respeto al que después seguirá o no la admiración, la aprobación o la rendición, sin olvidar el prestigio para la proyección exterior de la provincia de Cádiz como sinónimo de excelencia.
Tampoco he podido visitar LÚ, Cocina y Alma, pero he leído sobre el trabajo, la idea, la inspiración que guía al cocinero jerezano Juanlu Fernández para contarnos una historia a través de los sabores, y en su caso no incurre al menos en esa falsa poética del relato que ha construido Ángel León en torno a sus obras y que resulta harto cargante en ocasiones -aunque puede que también inevitable para poder competir en tan privilegiada élite de estrellas-. En Juanlu Fernández, la fantasía con la que aborda sus creaciones emana de un sobresaliente talento, porque es evidente que lo tiene. Se palpa, ya he dicho que sé reconocerlo, y me alegro por él y por Jerez.
Quisiera -es más complicado-, encontrar nuevos talentos en el terreno de la política, pero, como en la parábola evangélica, parece que muchos de ellos son de los que prefirieron enterrar sin provecho su tesoro antes que sacar partido de sus mentores -mejor evitar las comparaciones entre unos y otros-. Buena parte de culpa la tiene asimismo el empeño de unos cuantos iluminados por desprestigiar la función pública desde su escaño, ya sea en el Congreso de los Diputados o en un salón de plenos, aunque se haga más evidente en el primero de ellos, pero ni siquiera Pedro Sánchez logró superar la prueba con su prometedor casting de ministros: hay talentos que los carga el diablo.
Puede que haya quien defienda que solo desde el talento sea posible gobernar una misma región durante 37 años consecutivos, aunque sería una forma reduccionista y demasiado favorecedora de explicar las cosas para quien no haya vivido en Andalucía. En una semana sabremos si al PSOE le sobra talento -o lo que sea- o si lo tiene que pedir prestado a la Khaleesi andaluza -winter is coming, Susana-, en cuyo caso le van a hacer falta algo más que dragones para pagar el peaje. Aunque tal vez, entonces, ni muerta.