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El transeúnte

"La inteligencia parecía acompañarle como aquella chaqueta de pana, pegada, adherida a la presunta molicie del desarrapado, a la fastuosa imagen del indigente"

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  • Ilustración de Jorkareli. -

Miraba desde abajo, como miran los humildes, pero en su rostro se dibujaba la sonrisa preclara de quien sabe mirar las cosas con la lucidez de un loco, un excéntrico sufridor de la patología social común que nos envuelve.
No atendía a razones si se le avisaba que el pretil estaba a punto de caer. Su interés no alcanzaba la altura del primer piso. Era como si supiera que, lo que viene de arriba, nunca puede ser malo. Le preocupaba principalmente aquello que navegaba a ras de suelo, entre los zapatos y zapatazos de su congéneres distraídos y sospechosamente irreverentes.
Cuando era detenido por un ´alud´ de personajillos grises agolpados en torno de un monumento o construcción histórica, pasaba de largo a hurtadillas para percatarse de la liviana y casi escuálida curiosidad pasajera de los agrupados. Era impermeable a la vulgaridad.
Tocado con un sombrero raído, en sus manos portaba, como pegado, un sempiterno libro que, de vez en cuando, en la oxigenación obligada que requerían aquellas cuestas, ojeaba inquieto como para no perderse el hilo del pensamiento escrito o la última frase que, en su vista anterior, le sumiera en el profundo letargo de los lectores reflexivos.
La inteligencia parecía acompañarle como aquella chaqueta de pana, pegada, adherida a la presunta molicie del desarrapado, a la fastuosa imagen del indigente, como un botón cosido a contramano. Sin embargo algo en él iluminaba las aceras en su calmo caminar.
Nadie podía distraerlo del férreo ensimismamiento en el que parecía hallarse cuando, desde las terrazas solariegas, los camareros y el personal de servicio llamaban su atención, intentando con el saludo ahuyentar aquella especie de esquizofrenia indiferenciada que parecía sostenerle.
Vagaba sin destino, como vagan los aventureros, aquellos que no tienen meta sino camino. Y era en ese camino donde nuestro personaje parecía solazarse con toda clase de detalles, nimios para casi todos, pero abrumadoramente importantes para él.
No dejaba títere con cabeza y si no anotaba en el reverso de su manga o en el deshilachado perfil de sus pantalones con aquél bolígrafo que colgaba impecablemente de su abotonada camisa, era porque en su cabeza conseguía registrar pieza a pieza, todos los detalles, gestos, movimientos y actos retraídos de todo lo que se movía.
Una tarde, el transeúnte, más agitado de lo común – y esto se podía percibir solamente en el inquieto parpadeo de sus ojos – se paró ante un cartel poco común que colgaba todavía húmedo por el pegamento de una de las vitrinas al uso de la ciudad, en la que se anunciaban todo tipo de actividades. Nunca había sucedido antes, pero esta vez algo le llamó poderosamente la atención, al punto que su frente no supo distinguir la transparencia del cristal y vino a topar ruidosamente con el glaseado material que ´chilló´ estrepitosamente.
Los que pasaban a su lado, no pudieron evitar la grosera carcajada de quienes no ponen en valor lo que realmente sucede. Y es que nuestro transeúnte, vio por primera vez, un anuncio que preconizaba algo interesante, atractivo, digno de su atención más allá del estudio metodológico al que sometía a todos y a todo en su vagabundeo habitual.
Aquello parecía merecer la pena. Un sombrero de copa sostenido por un guante de color rojo, abría paso a un rostro invisible sustituido por la palabra ´Theater´ y debajo, en letras más pequeñas…´El Rinoceronte´ - Eugene Ionesco.
Era casi de noche cuando comenzó la función. Entró al patio de butacas como una sombra, ni el acomodador quiso ponerle importancia. Pero su involuntaria distinción no evitó que todas las miradas se fijaran en él y como el acusado que se dirige al estrado, supo soportar la indiferencia y estupor al mismo tiempo de aquellas acomodadas y banales localidades repletas de estómagos llenos y vacuas expectativas. Aquello no era algo para videntes ciegos.
El tema de la voluntad era el eje central de aquél mordaz relato que se empleaba a fondo en la suscitación de múltiples preguntas sobre nuestra responsabilidad tanto individual como colectiva y sobre qué postura debemos o podemos adoptar con respecto a la degradación generalizada de la sociedad o ante determinadas propuestas para su radical transformación.
Al final, el personaje principal de la función y nuestro transeúnte,coincidentes y conscientes por separado de su incapacidad de adaptación,abocados a la soledad y a la marginación, vinieron a proclamar a los cuatro vientos su resignada condición de resistentes, no sin antes lamentar con amargura no poder ser uno de los otros: Rinocerontes.
Desde aquél momento el viandante tocado con raído sombrero supo que la especie no se extinguiría nunca.
Desde aquél momento el viandante no bajó la mirada nunca más y fueron las alturas sus espejos y el azul su color. Sólo un loco podría entender el absurdo.

A la memoria del teatro y
sus verdaderos amantes.

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