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Arcos

Trocaderos y gametos

"Hemos de tener conciencia colectiva, social y al mismo tiempo crítica, para no dejarnos engañar primero y saber qué lugar ha de ocupar el otro después"

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  • Ilustración. -

D e trocar (trueque), cambio, equivocarse, mudar de sitio; en definitiva, “cambiar de chaqueta”...o mejor dicho en este caso, cambiar la camisa para que nadie se dé cuenta del azulón maldito que siempre acompaña el alma de quienes, al contrario de como diría Atahualpa Yupanqui...”hacen escupir sangre para vivir mejor”.
Los “trocaderos”, acepción permisiva de trocar, viene al caso para denominar los agujeros negros de esta España que sigue manteniendo generaciones de personajes y personajillos que mantuvieron el privilegio – hasta hoy día – de campear por sus fueros, con derecho a pernada y envueltos en los llamados “lujos” de los que tanto alarde hacen para pertenecer a la denominada “jet” (yo diría “jeta”), que al igual que cerdos, engordan en su propia basura, excremento de ignorancia y promiscuidad veleidosa.
La culpa la tienen esos espermas desganados, producto de la mecánica y cotidiana ansia de cumplir con la perentoria necesidad de la parte más oscura de la naturaleza humana, envuelta en la indefinición de un no sé qué y hacia un dónde reproductivo, pero que llega a convertir la línea generacional en el hilo conductor de una corrupción hereditaria sin fin.
Son esos espermatozoides vacuos, indefinidos, esquivos deslices de una tarde estival sin ocupación, o una arrimada casi mecánica de alcoba, lo que convierte este mal que asola generaciones infructuosas de melindres, embalsamados en mil y una esencias, en plaga impertérrita que se extiende sin razón envenenando ese sudor producto del esfuerzo de quien no tiene dónde caerse muerto.
Políticos corruptos, conciencias muertas, dibujantes del hastío, consumidores de vanidades y procuradores, no sólo de asientos gubernamentales, sino lo que es peor, de la moral más baja y oscura que una sociedad se pueda permitir.
Inspectores de hacienda convertidos en capos de guante blanco, gobernantes de traje gris encorbatados hasta la saciedad, línea D´Or sin escrúpulos en la pirámide del codazo y la escalada hacia lo irremediable pero cierto: la seguridad como vía de escape a la falta de criterio y un sentido de la ética personal inexistente. Continuación espermatozoica de una especie humana inequívocamente dibujada en los desastres involutivos de la humanidad.
Cómo puede un presidente de gobierno ser amigo de quien luego se demuestra ladrón de la sociedad, evasor de capitales y conspirador entramado de la corrupción y al mismo tiempo meter a un país en guerras preventivas en el extranjero como Irak, para llevarse parte del pastel. Lo hubo.
Presidentes de gobierno, comunidades, secretarios generales de partidos, altos cargos financieros, especialistas en bolsa. Todos aquellos que de alguna forma deberían servir de ejemplo en una comunidad, vienen a ser los ladrones que nunca cumplen cárcel, que guardan en cajas secretas la fianza..., por si acaso o, en sus paraísos fiscales (la misma expresión produce escalofrío) amasan aquella seguridad sin la cual no podrían vivir, porque siempre han estado acostumbrados a ella y esa forma de conseguirla, entre algodones fabricados con sudor, el de la frente, no la suya, sino la del vecino que paga los impuestos que ellos evaden.
No es de extrañar que se truequen los valores, las corbatas, las chaquetas, y hasta las sociedades en una suerte de generaciones de espermas sin más función que el continuismo de aquel tipo de humano cuya función en un grupo parece ser la de apuntar el lado oscuro del ser y la sociedad que conforma.
Permitir esto y no decir nada, sería permitir todo sin más.
El remedio: A todos los males aquejan remedios.
No cabe duda que quien actúa sin escrúpulos, basándose en su propio interés, lleva consigo el ácido purgatorio de los veleidosos inconfesos pero practicantes acérrimos de una religión hecha por y para los hombres.
Mitología suprema por encima de la clásica de aquel Olimpo, por actual, fabricada al uso para quienes son capaces de abrirse paso entre sonrisas y sábanas blancas que nunca manchan por miedo al pecado.
Masturbaciones sintéticas, que no gozosas y conscientes de que nuestro cuerpo, que al igual que nuestra alma, va guardando las esencias que almacenamos a diario, paso a paso, pensamiento a pensamiento, acción a acción, cual destilería ambulante de nuestro devenir.
Que sepamos fabricar la pureza en color y sabor del fruto depende de nosotros. Pero no basta con la autoconciencia. Hemos de tener conciencia colectiva, social y al mismo tiempo crítica, para no dejarnos engañar primero y saber qué lugar ha de ocupar el otro después.
El otro, al que nos estamos refiriendo, es un ladrón. Roba y no solo el dinero, sino la moral, la ética más rudimentaria que una colectividad debe conservar y sin la cual nada es posible en democracia.
¡Al ladrón! se gritaba cuando una bolsa desaparecía entre la multitud del mercado.  Ahora desaparece en primera fila, en los asientos del Senado, entre los sillones de los gestores sociales, entre nuestros gobernantes.
El remedio pasa por quitar, cambiar, destituir, fulminar de un colectivo a quienes no trabajan para él, a quien no dispone de moral ni escrúpulos sino, cual sanguijuelas, chupan y chupan con riesgo de estallar, salpicar y contagiar de espermatozoides insanos, avanzadilla de la peor de las reproducciones.

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