En las numerosas entrevistas que he leído o he realizado a lo largo de mi no muy larga vida en torno al arte jondo, se ha tratado la manida y, en parte, retórica cuestión de qué es “para ti” el flamenco. Muchos de los que han respondido a tal pregunta han reconocido que es “un modo de vida”. Es por ello que ser o no ser flamenco no depende del todo de si se sabe o no interpretar alguna de las disciplinas de esta Cultura, esto es, que se baile, se cante o se toque la guitarra.
Hay muchos flamencos, vamos a llamarlos así, que no saben ni tocar las palmas, como decía el propio Manuel de los Santos Pastor ‘Agujetas de Jerez’. Conozco a veteranos aficionados y miembros de peñas flamencas que tienen un oído en frente del otro, pero que sin embargo no podrían vivir sin escuchar el cante sincero de otro aficionado al golpe de una barra de bar.
Incluso hay artistas que se suben al escenario cada cierto tiempo que me cuesta considerar como tal, por su poca sensibilidad en el día a día con el ámbito jondo. Y es que cuando uno es flamenco, dicen los románticos, lo es hasta durmiendo.
Rosalía, esa joven nacida en 1992 en un pueblo cercano a Barcelona, sigue generando polémicas en los ámbitos donde habitualmente se ha debatido sobre las variantes de la soleá de la Serneta o de la escuela cantaora de Antonio Mairena o del fabuloso crujir de la garganta de la Paquera.
¿Realmente hay debate en si Rosalía es o no es flamenca? A mi parecer, no. La artista ha roto moldes, se ha convertido en uno de los nombres de la música a nivel internacional y, perdonen el atrevimiento, seguramente hasta se tome a broma muchas de las conclusiones que se sacan sobre ella mientras genera cientos de miles de euros.
No habría que olvidar que en sus orígenes sí que llegó a interpretar, matizamos, cantes flamencos. En el Festival de Jerez se le recuerda junto a un brillante Alfredo Lagos en 2016, acompañándolo en uno de los momentos de su recital de guitarra. Es solo un ejemplo de cómo en su día sí que se acercó al ambiente pero nunca desde un perfil clásico de la profesión. Sobre sus sensibilidades, poco que objetar porque eso pertenece a una visión tan íntima que difícilmente consigamos algún día saber qué siente al escuchar a Tía Juana la del Pipa cantando por soleá, aunque ésta reconozca que la vio llorando en una sala en la que coincidieron mientras la escuchaba.
En el disco ‘El mal querer’, publicado en noviembre de 2018 por Sony Music, la catalana incluye Di mi nombre, título a compás de tangos inspirados en los que en su día dejó en un cofre de oro Pastora Pavón ‘Niña de los Peines’, así como Reniego, versión seguiriyera de ¿Tomás Pavón?, entre otros títulos.
Claramente sus inquietudes pueden haber nacido en el populoso flamenco de una Cataluña andaluzada y que, al escuchar a los grandes clásicos como algunos de los mencionados, se le ponga la piel de gallina, como si hubiera nacido en la calle Nueva jerezana. Que en su día cantase, a su estilo, unas bulerías, también. Pero que en estos momentos en los que su música ha traspasado fronteras y que su nombre es ya un producto cotizadísimo para cualquier medio de comunicación, casa discográfica o como marca publicitaria, se siga hablando de su peso en el flamenco es ridículo.
Rosalía en su momento se dejó seducir por el flamenco, ese underground y bohemio que tanto gusta, ese alejado de la peña flamenca del pueblo en el que canta el vecino con dos copas de vino. No es, por tanto, una flamenca como "modo de vida". Y si un día lo fue, ya no lo es. ¿Y ella quiere serlo? Tampoco lo creo. Es una estrella de la música en la actualidad, de lo contrario no habría metido a más de quince mil personas en el estadio de la Cartuja de Sevilla hace unas semanas mientras la Peña Torres Macarena de la capital andaluza lucha por sobrevivir. Lo que no tiene sentido y llega hasta a ofender es que el director de la Bienal de Sevilla reconozca en una entrevista, y como recoge Manolo Bohórquez en un artículo publicado, ofrezca la clausura del certamen a Rosalía.