Pedro Sevilla presenta ?La fuente y la muerte? rodeado de su familia

Publicado: 02/11/2011
Pocas veces el público disfruta tanto de una presentación literaria
El pasado viernes, y ante un público que abarrotó la capilla de la Misericordia, se presentó el último libro de Pedro Sevilla, La Fuente y la Muerte. El acto estuvo presidido por el delegado municipal de Cultura, Domingo González Gil, quien tras manifestar haber visto reflejada la vida de su familia entre las letras de esta obra, dio paso a la escritora arcense Pepa Caro, encargada de presentar la nueva novela del poeta local.
Pepa Caro, entre sus palabras dejó claro que ésta es “la mejor novela del autor”, historia viva de los últimos cincuenta años de Arcos de la Frontera, en los que Pedro Sevilla, a través de sus vivencias personales, con una autobiografía “valiente y sincera” cuenta cómo fue su infancia, su adolescencia, su juventud y su actual plenitud: sus miedos y sus obsesiones, todo ello fiel reflejo de la situación, en cada momento de su querido Arcos.
Pedro Sevilla centró inicialmente sus palabras en la gratitud: a la editorial Renacimiento; a su maestro, escritor y amigo José Mateo, quien ha pulido la obra; a la Delegación de Cultura, que ha colaborado con la imagen de la portada del libro; a su familia, sin la cual no hubiera existido esta historia y, por último, a su pueblo, “este pueblo al que se quiere y se odia en la misma medida”, según sus palabras.
Por último, el delegado de Cultura, junto con los trabajadores de la Delegación, entregó a Pedro Sevilla un cuadro con la imagen que ha servido de portada de su libro La Fuente y la Muerte, una bella fotografía de la Fundación Víctor Marín.

A continuación reproducimos el artículo sobre el libro elaborado por el escritor Jorge de Arco:
'La fuente y la muerte'

"Mi libro es un homenaje en clave de agradecimiento", afirmaba la pasada semana, en una entrevista, Pedro Sevilla. Su libro -nuestro libro, porque ya pertenece a todos lo que hemos nacido, vivido o amado Arcos-, es una deliciosa crónica de un tiempo inolvidable, de unos espacios comunes y solidarios por los que cada lector podrá sumergirse y doblar con renovada fe las esquinas de su misma memoria. "La fuente y la muerte", su título. (Renacimiento. Sevilla, 2011)
Confiesa quien esto escribe, haber reído y llorado con estas instantáneas del ayer, haberse visto paseando junto al autor arcense por los bellos paisajes que describe, haber sentido el mismo miedo, pudor, dicha y desconsuelo con el que se cantan y se cuentan tantas vidas y tantas muertes.
Pedro Sevilla ha vertebrado con exquisita pluma esta autobiografía novelada, donde ha querido volver a ser aquel niño tímido, observador y solitario al que se le llenaban los ojos de lágrimas, de ausencia y de felicidad entre las calles y la cal de su pueblo; Y a su vez, ha querido regresar hasta los rostros familiares más cercanos, más intensos, más almados, para llenarse de nuevo con sus manos, sus enseñanzas, sus besos… y narrar y narrarnos su inolvidable nostalgia.
"La literatura no es más que luz y energía que llegan de días ya apagados, de amores ya olvidados", escribe Pedro Sevilla. Pero bien sabe él -bien sabemos los que nos dedicamos con fervor a mimar y amar las palabras-, que esa es también una parte del oficio del escritor: avivar con la acordanza el fuego pretérito, soñar en presente cuanto fue y cuanto nos sostuvo y regalar a los demás cuanto aún nos cabe y nos colma el corazón. Y por ello, aquellos días apagados, se vuelven aquí faro y lumbre lírica ("El pantano era como una catedral hacia lo hondo, como una iglesia gótica buscando a Dios hacia abajo, y el cielo y el agua se confundían de azules"); y aquellos amores olvidados, son ahora candente e innegable realidad que se ofrecen cargados de verdad ("Sólo el amor nos salva de la muerte").
Pedro Sevilla ha sabido relatar con maestría su niñez, su pubertad, su adolescencia, su madurez.., y salpicarlo con una sincera emotividad, que se refleja en la detallada descripción de sus principales protagonistas. Sus padres, sus abuelos, "las lacias de sus tías", sus primos, sus amigos, sus enemigos.., son cómplices también de una historia escrita, en suma, para derrotar el temor que atenazó durante tanto tiempo a su personaje principal: porque estas memorias, ponen un mayúsculo acento en el terror de un niño que tuvo que pelear contra el miedo a hacerse hombre. Un hombre bueno y "como Dios manda".
Y a fe, que además de haberlo conseguido, el escritor arcense ha aprendido "a recrear el pasado a través de la poesía o de la prosa" con el pulso y el saber de quien domina ambos géneros.
En clave de agradecimiento están también hilvanadas mis palabras. Agradecimiento por haber hecho gozar a este crítico con páginas memorables y memoriables; y por haberle llevado a entender más y mejor no sólo la identidad de un pueblo, sino el interior de una gran persona. Y de un gran escritor.


A continuación reproducimos un capítulo del libro:

CINCO

Otear la fragata azul del cartero no era mi único cometido en la eterna mañana de mi infancia. Sentado en el barranquillo de la puerta de la calle, mientras pasaban burros y mujeres, y el sol bajaba lento y majestuoso como una procesión, como un trono de oro, debía estar vigilante y avisar a mi vecina María si veía a Tío Frasquito aparejar la mula con intención de irse al campo. Tío Frasquito era hermano de María, quien lo había recogido y asistido en su casa cuando el viejo campesino perdió la fuerza, y con ella el trabajo y, por añadidura, la cabeza. O eso, al menos, es lo que decía mi abuela:
-Tío Frasquito, el pobre, está chocheando; menos mal que tiene a María que lo asiste, porque si no tendrían que llevárselo al Asilo.-
Yo creo ahora que Tío Frasquito no estaba loco ni mucho menos, sino que siguiendo el mismo proceso moral que Don Alonso Quijano el Bueno se dio cuenta de que estaba malgastando su existencia, liando cigarros sin cesar o comiendo lentejas los viernes, y que había un mundo fuera que había que cambiar para mejor. En el caso del manchego había que socorrer viudas y reponer en su estado a princesas destronadas, y en el de mi vecino había que imprimir una verdadera revolución en el campo, que consistía en llevar el riego a los secanos según él había leído en un libro que guardaba como una reliquia, regalo del dueño del cortijo en el que había trabajado hasta su jubilación. Esta comunión que ahora establezco entre Don Alonso y Tío Frasquito no es nada nuevo: cuando en la adolescencia me embarqué en la lectura del Quijote caí inmediatamente en la cuenta de que mi vecino había sido de su misma estirpe, una estirpe que ama el mundo, pero que no se conforma con la realidad y esgrime ese amor para el amejoramiento de fueros y dignidades. De Tío Frasquito decían que estaba loco porque en vez de quedarse en casa de su hermana, sentado en la sillita de enea que tienen todos los viejos y liando aquellos cigarros porrones que fumaba constantemente, había decidido, a sus años, salir a los campos para llevarles la fertilidad que aseguraba aquel libro tan sabio, con unas ilustraciones de tubos y canales que trasvasaban el agua de los ríos hasta los mismísimos surcos de la remolacha. El hombre se había pasado la vida mirando al cielo, venteando las borrascas del Atlántico, maldiciendo a las sequías cíclicas, a las heladas que hacen abortar a las frágiles semillas de diciembre, y ahora que llegaba el progreso, ahora que los tractores, como hormigas gigantes, removían las entrañas de la tierra sin necesidad de mulos ni bueyes, tenía que quedarse en su casa porque era un viejo, porque no andaba muy bien de los bronquios y, sobre todo, porque su hermana María le escondía los aparejos de la mula y le daba algunas perras gordas al niño de la vecina para que la avisara si lo veía salir.
Yo no sabía entonces que con mi conducta estaba favoreciendo la cordura insípida, la vana sensatez de todos los Bachilleres Sansón Carrasco que había en mi calle. Yo no sabía entonces nada y por eso avisaba a María:
-¡María, María, que Tío Frasquito se va!-
María salía inmediatamente, sujetándose con una horquilla los mechones rebeldes de su melena canosa, y le decía a su hermano que adónde iba.
-¿Adónde vas, hombre, con el calor tan malo que hace?, anda, siéntate ahí que ya mismo te voy a sacar el almuerzo.-
Hacía calor, era verdad, pero esta contrariedad meteorológica, lejos de acobardar a Tío Frasquito, alimentaba sus sueños de regadíos, su sed de trigales, y le decía a su hermana:
-María, déjame que me vaya, mujer, que quiero ver el trigo.-
Tío Frasquito tenía por dentadura dos bardas derruidas. Cuando chupaba su eterno y aparatoso cigarro se le sumían los labios en la boca, como en una cueva, y se le tensaba la barbilla, que aparecía fina como un puñal prehistórico. Los cuerdos ganábamos siempre, salvo una vez que el astuto viejo consiguió aparejar la mula y llegar hasta San Jorge, el rancho de unos vecinos que, como es lógico, mandaron aviso mientras entretenían a Tío Frasquito con una jugosa plática sobre las excelencias de un abono al que llamaban nitrato de Chile. Lo recuerdo volviendo, caballero en su mula, tristón y cariacontecido, soportando en silencio las cariñosas admoniciones de sus sobrinos y su cuñado Tomás:
-¡A ver qué necesidad tiene este hombre de irse al campo!-
Y, lo que es peor, soportando conscientemente las burlas de los hombres al pasar por la puerta de la taberna.
Tío Frasquito era tan educado y comedido como don Alonso Quijano, y cuando no estaba urgido por la revolución campesina gustaba de sentarse conmigo en la puerta de la calle, él en su sillita y yo en el barranquillo, y hablarme de las cosas del campo, de las épocas de siembra, de las malas yerbas, de la alegría de las cosechas, de las fiestas y de la forma que tenían los campesinos de pedir a sus novias. Honrado con su pelliza negra en los días soleados del invierno, o con sus blancas camisas jornaleras en las frescas mañanas de la primavera, Tío Frasquito disfrutaba haciéndome partícipe de un mundo fabuloso que empezaba a germinar y del que él, pobrecillo, no alcanzaba a formar parte precisamente por mi culpa, por mis reiterados chivatazos. Pero no por eso me guardaba rencor, como tampoco se lo guardaba a su hermana, puesto que la sabía portadora de buena fe; equivocada, castradora de nobles proyectos, pero mujer de buena fe. Tío Frasquito era un optimista, y del optimismo a la alegría sólo hay un paso. Pienso ahora que tanto él como Don Quijote no salieron a los caminos sólo para trabajar por la justicia con sus propias manos. También, y con igual ímpetu, salieron para tomar el sol y respirar el aire puro de los dichosos, para engrandecerse con el mundo. Su gesto por tanto, el gesto de ambos, fue un gesto de amor, un sentimiento que nos proyecta en dos direcciones: en la lucha por la justicia y en la alegría. El amor agranda nuestras perspectivas, nos pone alas en el alma. Y como nada alegre puede ser malvado, el amante se esfuerza en la bondad, en la justicia, trabaja por ellas engrandeciendo su amor al mismo tiempo. Es posible que, como escribió Dostoiewski, quien ama no necesite ser feliz, pero seguro que necesita ser justo, que necesita la justicia y necesita laborar para que venga a nosotros su reino.
Tío Frasquito murió una mañana cercana a San Miguel, Patrón del pueblo y titular de la Feria con que se inicia el año agrícola. Tío Frasquito se llevó a la tumba sus sueños de tractores y roturaciones, de albercas llenas de oro azul, y en la casa se le lloró y se le despidió con el preciso y milenario ceremonial de la muerte. Vino gente de fuera, remotos familiares, se pidieron las sillas a “Cañita”, y la casa fue un trajín de ternos negros y mujeres con velo. Mi abuela llevó el puchero que siempre preparaban las vecinas en los entierros, un caldo con poca sustancia y su poquito de yerbabuena, porque no se trataba de alimentarse sino de calentar el estómago, de enmendar un poco el cuerpo para sufrir más y mejor, para seguir llorando al muerto. En la fachada de la casa, atada a la argolla, la mula de Tío Frasquito tristeaba pensativa, moviendo la cabeza de arriba abajo como haciendo reverencias a la muerte, a la muerte que acababa de llevarse a su orgulloso jinete y con él sus sueños de una tierra fructífera y de unos senderos inacabables llenos de sol y de justicia.
Lloré mucho por mi vecino Frasquito. Los niños vivimos fuera del tiempo, en un tiempo sin tiempo, pero el contacto con la muerte nos introduce en los relojes, nos envejece, nos hace llorar. En cada entierro, en cada hueso mondo de burro, amarillo de sol y tiempo, que encontraba en el cerro cuando salía con mis amigos, notaba yo que todo se termina, que todo va a su acabamiento. Pero había otro amarillo: además del amarillo pasado por la muerte, apagado y sucio, había un amarillo alegre y actual, el de los trigos o el volandero de las mariposas, que eran como la luz en movimiento, como lucecitas animales. Por eso me olvidaba pronto de la muerte, me rebautizaba en la vida en cuanto me bañaba el sol u oía las voces de las mujeres de la casa, en cuanto me envolvía en el presente absoluto. El niño es un ser mágico, hace magia con la realidad y se queda sólo con lo mejor de ella. Tiene una innata capacidad para eludir lo negativo. Por eso puede ser feliz en las guerras, sin escuela y saliendo de vez en cuando a ver a los fusilados, en las afueras del pueblo.
Lo que más me emocionó del entierro, además de la sincera tristeza de la mula, fue la cortés y solidaria conducta del viejo Oca, un vecino que vivía frente a nosotros, en la otra acera. Demasiado viejo para ir al entierro, imposibilitado para andar, hizo que sus hijas lo afeitaran y lo sentaran en la puerta de su casa, en su silla de enea, y desde allí vio salir a Tío Frasquito camino de la eternidad, a hombros de cuatro gigantes. El viejo Oca se destocó respetuosamente y con una leve inclinación de cabeza despidió a su vecino. Los familiares de Tío Frasquito respondieron con dignidad al pésame de su vecino y cofrade y cuando pasó el entierro, y pasó el sol de la tarde, el viejo Oca se restregó con ambas manos los ojos llenos de telarañas y luz antigua, encendió torpemente un cigarro y ordenó a sus hijas que lo metieran para adentro, que empezaba a refrescar. Al ayudarle a incorporarse, una de sus hijas le sacudió el chaleco lleno de ceniza.
Después del entierro de Tío Frasquito me sobrecogió una serena y voluptuosa tristeza, una deliciosa sensación de eternidad. En el renacimiento de los trajines domésticos, en la firmeza intemporal de las mujeres, la vida se ratificaba a sí misma, ratificaba su primacía sobre la muerte. Me senté en la puerta y aturdido al mismo tiempo por una sensación de pérdida y de plenitud sentí diluirse el tiempo, sentí cómo la última luz del universo, cansada y consternada, se posaba en las tejas más altas como si fuese un ángel pelirrojo. O como si fuese el alma del difunto Tío Frasquito antes de alzar el vuelo.

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