Considera la doctrina Zen que ayer pasó y mañana no ha llegado. Solo queda hoy. Quizás durante los escasos bufidos de sosiego que le robamos al día, cualquiera que se lo proponga pueda conseguir degustar el fruto de esta reflexión oriental. Pero cuando los meses tiene cuarenta días y la desesperanza es la primera losa que se pisa cuando sales a la calle, la ansiedad no da tregua para digerir sugerencias filosóficas.
Mes a mes, el almanaque quiebra una nueva hoja de congojas y tras ella asoma el tísico subsidio de desempleo al que José se aferra desde que el último contrato de trabajo que firmó, pasó a formar parte del registro nacional de dramas familiares archivados en el núcleo de la amnesia pútrida. Expedientes enmohecidos de quienes amanecen cada mañana con el sol de la tranquilidad desdibujado sobre el cristal rayado de la tapa de sus mesillas de noche.
José acude a la cola de cualquier oficina bancaria de la ciudad donde habita la riqueza, y atraca de su subsidio de desempleo cinco euros para coquetear con la fortuna, situada en la administración de loterías más próxima. Lo hace con la cabeza gacha y un despiadado sentimiento de culpa, porque esas cinco monedas dan para un buen desayuno en casa o para la pelota de su hijo pequeño, que seguirá esperando otro mes de cuarenta días sentado en la nube negra de la resignación ese balón soñado. José supera su trance anímico y entra en el despacho de la esperanza traspasando la penosa línea que separa los aprietos de las oportunidades. Clava el codo sobre el tablero de apoyo y con un bolígrafo sujeto a una cuerda mugrienta resuelve la combinación quinielística entre dudas silenciosas.
Al Madrid y al Barça les pongo que pierden para que el premio sea gordo. Termina las cábalas. Completa la apuesta y ocupa su lugar en la cola infinita que le espera. El pueblo tiene hambre de riquezas y la peregrinación de ilusos soñadores se prolonga hasta el exterior del establecimiento en la calle Rosario. A él le da igual; no tiene prisas. El reloj de su vida se llama abatimiento y no se luce en la muñeca. Escudriña los signos marcados en el boleto, pero solo ve aspas zigzagueantes porque sus ojos miran, pero su mente no computa. Su mente callejea por los pasadizos de la inseguridad, desorientada en un torbellino de interrogantes sin respuestas. Retira la mirada del resguardo y contempla el hacinamiento de borregos esperanzados que le precede. Los cuenta en un ejercicio auto consolador, pero clausura el cómputo porque su mente ha regresado del paseo y ahora se recrudece con la realidad que lo aflige. Los clásicos comentarios coloquiales enjuiciando el bienestar económico de la clase política son para José puñaladas a su autoestima. Comprime los molares hasta dañarse las mandíbulas al tiempo que un insulto excrementoso sobre los difuntos de quienes causan su desgracia, asoma por la comisura de sus labios. Él lo rebaña con la lengua hacia su interior porque José es un hombre educado. Pero el presente de un parado se alimenta de la esperanza en el futuro, y el futuro es un tirano severo que agoniza en el tenebroso presente como una absurda pescadilla que se muerde la cola, para acabar abrasada en el fuego de los imposibles.
A punto de verter los restos de su aliento sobre los límites del desespero, inyecta a su dignidad un ciclón de efervescencia y arremete de nuevo contra los cuervos de corbata y manicura.
¡Mierdas! Me da igual –se consuela regurgitando el insulto fecal.
Nadie me oye, por tanto, a nadie ofendo. Abunda en los sueldos de los políticos y su cólera toma connotaciones extremas.
Son una partida de oportunistas que no necesitan jugarse el almuerzo a la quiniela porque, con lo que el que menos gana, se mantienen cuatro familias de clase media. Lucha contra su indignación para no caer de nuevo en la vulgaridad del tópico salarial y la ofensa fácil hacia la clase dirigente, pero mira de soslayo calle Rosario arriba y solo ve lisiados mendigando, músicos limosneros, emigrantes atribulados, indigentes angustiados y un tropel de infelices andantes cumpliendo su rutina diaria. Nuevos dramas que añadir al suyo propio. Demasiada miseria para controlar su civismo. Su boca se atasca de injurias viperinas y les busca la mejor salida. Para ello, retira la mirada de la miseria que coloniza la calle, la dirige de nuevo al boleto de la esperanza y vierte sobre él su ira contenida
. Mi hijo sin pelota y mi casa sin desayuno. Como el Madrid y el Barcelona ganen yo me cago en los muertos de todos sus jugadores.