Parque senil

Publicado: 13/10/2024
Autor

Fernando Arévalo Rosado

Médico. Colaborador en Viva Barbate, Radio Barbate, Portal de Cádiz, SER deportivos, Onda Conil y Canal Sur (Salud al día)

A curarse en salud

Fernando Arévalo Rosado ofrece consejos y actualidad de salud sin jerga médica

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Mi recuperación es posible, pero todos aquellos que debían cuidar de mi salud me utilizaron como propaganda política, legislatura tras legislatura...
Aunque todos me conocen bien, permítanme presentarme. Me llamo Parque Infanta Elena, aunque, al igual que a Ignacio le conocen por Nacho, a Francisco por Paco y a José por Pepe, todos me llaman Parque Infantil. Antaño fui el emblema de un pueblo y de una generación que me ha dejado en el olvido, que únicamente se lamenta, pero que no exige una solución para que vuelva a ser lo que fui para ellos: el mayor espacio de juegos y diversiones de la infancia y la juventud de este pueblo. No sé si me reemplazaron para que sus hijos paseen por plazas ocupadas por bancos que exhalan humo en forma de cigarrillos, vapers o vaya uno a saber qué; por un deteriorado polideportivo o por un paseo que brilla en verano, bañado por el alcohol en las noches de arena, y adolece en invierno. Lo cierto es que ya ni mucho menos brillo como en mi pasado de esplendor.

En la década de los 70-80, mi corazón rojo rutilante giraba sin parar en forma de una rueda roja que se movía incesantemente, impulsada por aurículas y ventrículos que gritaban: "¡más fuerte!", "¡no pares!". Pies se adentraban en ella y levantaban arena y polvo, aunque ello provocara a sus ocupantes algún que otro mareo, nada que no se curara en 20 segundos de reposo. Mis riñones se movían sin cesar al ritmo del balanceo de unas cunitas donde se formaban colas, donde se respetaban turnos, donde quienes ocupaban otros aparatos echaban un vistazo de reojo hacia ellas, con la esperanza de poder subirse en poco tiempo. Yo depuraba niños felices, alegrías, alborotos y alguna que otra confesión de pareja en esas cunitas de hierro que albergaban a chavales. Mi cerebro dominaba desde lo más alto de mi organismo, con imponentes columpios de largas cadenas que volaban virtualmente con cada impulso, refrescando mi mente. Saltaban cuando casi alcanzaban un cielo de piñones y hojas aciculadas que caían con el levante, formando pinocha en el suelo o, como lo llamamos en Barbate, "pasto". Mis vísceras, forjadas en hierro, sostenían niños en un enjambre laberíntico de tubos y cilindros donde el equilibrio, la habilidad y la constancia hacían que llegaran hasta lo más alto para divisar toda mi estructura. Mi sangre circulaba en forma de glóbulos rojos, vitaminas, minerales, iones que ustedes llaman niños y niñas, y que me mantenían en forma cada día, contagiándome con sus gritos, su alegría, su felicidad. Debo decir también, en honor a la verdad, que he provocado golpes, heridas, puntos de sutura, esguinces de tobillo con mis raíces en el suelo y el gasto de litros de la antigua mercromina o Thrombocid pomada, pero nada más grave que lo que sucede en cualquier otro parque con columpios. Mis pulmones verdes y vigorosos, en forma de pinos, con su crujir de resina y corteza, refrescaban todas mis estancias. Lanzaban piñas y piñones sin piedad, que eran devorados por aquellos que preferían una piedra y un buen poyete para comer mis frutos en lugar de las emociones fuertes de los columpios. Mis vías biliares y hepáticas, en forma de toboganes y balancines que subían y bajaban albergando parejas o incluso cuartetos, recibían a niños y niñas sudorosos y cansados, y expulsaban felicidad y diversión por sus rampas, con cosquilleos de estómagos agradecidos.

Mis defensas no venían en probióticos; Gaspar, con sus piñas y sus mimbres que transformaba en cestos, era mi mejor guardián y el más bravo defensor de mis estructuras metálicas. Mi voz sonaba fuerte y vigorosa desde bien temprano hasta el ocaso, e incluso de madrugada, con graznidos de patos enfadados o felices, alimentados por pan, gusanitos y distintas variedades de chucherías que lanzaban ancianos y pequeños. Abuelos y nietos disfrutaban de su mejor diversión en los domingos por la mañana. A esos sonidos se unía el trinar de gorriones y golondrinas, y el arrullo de los palomos que se pavoneaban por mis arterias de caminos terrestres. Eso sí, los fines de semana y en fiestas importantes, mis cuerdas vocales emitían los mejores sonidos, en forma de canciones melódicas de José Luis Perales, Dyango, Julio Iglesias, La Pantoja o chistes con el humor de Moncho Borrajo, Bigote Arrocet o agrupaciones carnavalescas de primer nivel.

En verano olía a levante, a rosas, geranios, jazmines y dama de noche, que se mezclaban en una suave brisa que perfumaba las noches, acompañando las películas más destacadas de la cartelera nacional. Por las mañanas, invitaba a un paseo visual de colores vivos, en forma de flores y árboles que adornaban mis pasadizos de tierra y arriates, decorados con plantas variadas, frecuentadas por abejas y otros insectos polinizadores.

Todo aquello desapareció poco a poco, y me dejaron en la UDI (Unidad de Descuidados Intensivos). Me quitaron mi corazón sin aplicar marcapasos, me quitaron los riñones sin ponerme en diálisis, mis vísceras fueron arrancadas como si fueran órganos putrefactos, mis pulmones fueron masacrados por falta de cuidado y poda. Como si de un enfisema pulmonar se tratase, mi capacidad respiratoria fue limitada con la tala de pinos secos. Mis ojos quedaron cegados por la desaparición de las flores, jardines y arbustos; mi voz, silenciada para que no pudiera ni lanzar mis gritos de lamento; mi olfato, castigado con el hedor de orines y heces caninas; y mis arrugas, marcadas por hierbajos y matojos, descuidaban y afean mi aspecto por cada centímetro de mi superficie. Ya apenas albergo alguna comida de jubilados y pensionistas que, aunque alegran mi espíritu, poco se parecen a los tiempos pasados.

Mi recuperación es posible, pero todos aquellos que debían cuidar de mi salud me utilizaron como propaganda política, legislatura tras legislatura, para alcanzar el sillón del ayuntamiento y luego dejarme aparcado entre papeles, cada vez más envejecido, más deteriorado, más senil...

Ese coste, que hoy supone una carga para las arcas municipales, antaño lo soporté llevando tu peso sin quejarme, liberando tus preocupaciones, cambiando aburrimiento por diversión y dando aire limpio a nuestro pueblo. Creo que me lo debes. Por favor, no me olvides más, no me dejes morir; aún puedo dar mucha vida a tus hijos.

En recuerdo a esas maravillosas generaciones felices, de pan con manteca montados en un columpio, con las voces de madres que marcaban la vuelta a casa. 

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